Muy rico para el Estado, muy pobre para el banco

Marco-SubercaseauxEn medio de las campañas presidenciales, el acceso a la vivienda vuelve a instalarse como tema central. Y no es casualidad: en Chile hoy tenemos una generación completa atrapada en un “vivir en medio”, demasiado pobre para el banco y demasiado rica para el Estado. Son familias que no logran cumplir los requisitos que imponen las instituciones financieras, pero tampoco califican como prioridad en las políticas públicas porque no son “lo suficientemente vulnerables” o no tienen hijos pequeños.

La paradoja es brutal. La Cámara Chilena de la Construcción estima que una familia promedio necesitaría ahorrar más de once años de ingresos completos para comprar una vivienda de precio medio. Once años sin comer, sin pagar transporte, sin cubrir salud ni educación, solo para alcanzar el sueño de la casa propia. En paralelo, quienes reciben hasta un millón de pesos al mes ya no encuentran ninguna oferta de viviendas nuevas que pueda financiarse con un crédito hipotecario razonable. Es decir, el mercado los expulsó y la política pública aún no los acoge.

El resultado es un ecosistema habitacional fracturado. Tenemos subsidios pensados para los más pobres, programas que intentan contener la proliferación de campamentos y, más recientemente, mecanismos como el subsidio transitorio a la tasa hipotecaria. Sí, ese beneficio puede representar varios millones de pesos menos en intereses a lo largo de tres décadas, pero no toca el corazón del problema. Porque no se trata solo de cuántos pesos menos paga una familia en su dividendo, sino de que la gran mayoría nunca llega siquiera a calificar para ese dividendo. Las familias de clase media baja siguen quedando atrapadas: demasiado “ricas” para los subsidios de pobreza, demasiado “pobres” para los bancos, y pagando arriendos que consumen un tercio o más de sus ingresos.

Por el otro, los bancos se resguardan frente al riesgo. Con tasas de interés que todavía rondan el 4,5% anual y exigencias de pie cada vez más altas, financian menos y seleccionan más. El resultado es que los hogares en ese rango medio quedan “sin chicha ni limonada”: sin acceso a crédito, pero sin calificar para subsidio.

Lo más grave es que este problema no es solo económico. Tiene un componente social y político que se hace sentir en la calle y que será parte del debate presidencial: la sensación de que el país no ofrece caminos claros para cumplir metas básicas como
tener un hogar propio. En otras palabras, la fractura habitacional erosiona la cohesión social, porque instala la idea de que el esfuerzo no alcanza y que la movilidad ascendente es un privilegio reservado para unos pocos.

Hoy, con un déficit habitacional que bordea el millón de viviendas y con encuestas que muestran que más de dos tercios de los chilenos aún aspiran a la casa propia, no basta con ajustes menores. Se requieren políticas “disruptivas”, como reconocen incluso los gremios, que combinen planificación urbana moderna, incentivos a la inversión privada y mecanismos de arriendo protegido que entreguen seguridad a las familias que no pueden comprar.

El próximo gobierno no podrá eludir esta discusión. Porque mientras seguimos debatiendo, miles de hogares siguen atrapados en ese incómodo espacio donde no son lo suficientemente pobres para recibir ayuda, pero tampoco lo suficientemente solventes para que un banco les abra la puerta. Y esa es, probablemente, la radiografía más clara de lo que significa hoy “vivir en medio” en Chile.

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