PS. Claudia Riquelme Arroyo, Perito del Ministerio Público, Docente Psicología Universidad Andrés Bello
La violencia de pareja parece resistirse a los esfuerzos para combatirla, de acuerdo con estadísticas informadas por la Subsecretaría de Prevención del Delito, de las 72.790 denuncias de violencia intrafamiliar que se han interpuesto en lo que va del año, 53.353 corresponden a violencia contra la mujer, superando ampliamente las denuncias por violencia hacia niños y niñas, así como en contra de adultos mayores y hombres.
Los protagonistas de esta problemática dividen sus vidas en dos realidades, por un lado, mantienen una rutina social y laboral que parece coherente con lo que su entorno conoce de ellos, sin embargo, paulatinamente comienza a instalarse la violencia en la intimidad de la relación. Esta realidad paralela es sutil, imperceptible para la víctima. No obstante, una vez que el sufrimiento e incertidumbre se instalan como un tercero en la pareja, pareciera ser que el entorno logra identificar las señales más claramente que la propia víctima, pero para eso debemos estar atentos.
Desde la salud mental, podríamos clasificar las señales de la violencia de pareja en dos ámbitos que se entrelazan: lo privado y lo público. En lo privado, las manifestaciones individuales que experimentan las mujeres dicen relación con una sensación difusa de que “algo va a ocurrir”, esta sensación poco a poco se transforma en un constante sentimiento de miedo, que incluso puede ser difícil de reconocer como tal. Este estado de alerta que pareciera solo calmarse cuando hay una certeza de que la pareja agresora está tranquila y satisfecha, promueve cambios a nivel conductual en la víctima a fin de evitar “causar” el enojo o malestar de la pareja.
Este temor es ansiedad, una reacción adaptativa frente a las amenazas del entorno, que nos ayuda a resolver las situaciones exigentes del día a día, pero al volverse crónica deteriora el estado emocional. Es habitual que las personas que viven violencia sufran cuadros mixtos de depresión y ansiedad, que interfieren fuertemente a nivel cognitivo, lo que puede explicar por qué las víctimas de maltrato suelen tener dificultades para emprender en soluciones o alternativas a sus situaciones. Esto se acentúa si existen patrones de normalización transgeneracional del sufrimiento en los vínculos significativos.
En el ámbito de lo público, en tanto, quienes rodean a las víctimas de violencia pueden reconocer algunas señales como el que la persona abandone intereses, amistades o actividades con la familia extensa para priorizar excesivamente la relación de pareja. Además, cambios en la actitud o actividades para evitar disgustar a la pareja y esfuerzos por cumplir sus expectativas, un discurso en el que se justifica la hostilidad, considerándose a sí mismas responsables de las agresiones o control ejercido por el agresor, percibiendo el maltrato como un castigo merecido.
Igualmente, es posible identificar estados de nerviosismo, alteraciones gastrointestinales, una actitud constante de “apuro” no coherente con las circunstancias, dificultad para visualizarse fuera de la relación y para validar su sentir frente a las situaciones conflictivas o que involucran la relación de pareja o la organización de la vida familiar y en general.
Debemos recordar que el maltrato es un problema de todos, y en la medida que nos callemos frente a estas situaciones justificándonos en que “la ropa sucia se lava en casa” o en el temor a la reacción ambivalente de la víctima, dejamos de ser una red disponible de apoyo a quien pueda recurrir cuando lo necesite.
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